La fuerza del remolino, centrífuga por un instante, parece querer condensar su cuerpo, líquido, ejerciendo presión, para filtrarse y emanar por un cauce distinto.
Una fuerza envolvente.
Ejerzo presión con las mangas de la camisa, anudándola a la cintura y, en ese gesto.
Me acuerdo de las concavidades del río en Apodaka, donde Elena había señalado, días antes, el lugar por donde se cuela el agua formando un remolino.
La torsión de un tejido, endurecido por la escayola, en un tono pastel penumbra, me ayuda a pensar en el remolino como fuerza estructural en sus esculturas, una fuerza constructiva / presente. El nudo, retorciéndose, deviene carga, mecanismo de construcción capaz de erigir una cavidad.
Capaz de sostener el vacío y de recoger su luz, a través de los pliegues y las fisuras.
Un cuerpo que erosiona lentamente la materia a través de la caricia, a través de la humedad, en la sequedad.
La erosión causando cohesión.
Un pañuelo retorcido. Alrededor de la cabeza, de la cintura, como mecanismo del canto, como mecanismo que ayuda a emerger la voz de una cavidad. Un giro, la impulsa desde el interior, recogiéndola sobre sí misma, toma su fuerza del material. Lo maleable, se vuelve duro, se vuelve articulación.
Estanis Comella
Las primeras esculturas de Elena Aitzkoa, se organizaban en torno a un núcleo. Como reflejo de un continuo rodear, hacer y deshacer, las piezas catalizaban la intensidad del trabajo realizado en un tiempo concentrado, acotado por una jornada.
¿Cómo olvidarlas? Tienen para mí nombre y apellido, la autonomía de una entidad particular. En la exposición Cohetes en la sala Torre de Ariz de Basauri en 2011 junto a Kiko Pérez, la presencia de sus esculturas, como puntos de anclaje directamente en el suelo, daban al espacio una dimensión de lugar. Vista aérea.
Destacaría la fuerza interna de piezas como Cruz de órgano pintadas con óleo intenso, Guerrero y Tumba campestre (2009). Desde entonces articula conglomerados que incluyen textiles, escayola, piedras y madera, artefactos u objetos de su cotidianeidad. Recuerdo que los títulos de aquellas piezas me impactaron: Mikel y Elena, Apodaka,… toponimias y parejas de amor.
Diez años después, en su exposición reciente Lendia Song (2021) en Azkuna Zentroa, Elena también alude con el título a un lago cercano a su pueblo.
Parece que la densidad que tenían aquellas piezas primeras se hubiera expandido y trasladado a una nueva unidad, que ahora, se configura en el grupo.
Mi contorno – su contorno
se dibuja – se desdibuja en el entre ellas.
Colores que deshacen contorno, permiten aparecer textura.
Si me coloco enfrente me hablan de mi piel, de mi musculatura.
Cómo me miran, no necesito recorrerlas para sentir su unidad, su manera de estar en el mundo, presente, sin necesidad de imponer nada.
Siguen compartiendo con las primeras su cuerpo contenido, sujeto, una tensión interna muy bien construida.
Desde su cualidad presencial y su condición material, sus objetos desafían una era en la que la imagen se impone y lo visual predomina.
Me afectan corporalmente, y accedo a ellas por una especie de resonancia con el aspecto táctil que contienen. En las esculturas de Elena hay unos rastros indiciales que permiten reconstruir su factura. Desvelando una negociación entre lo visual y lo táctil que se condensa en la forma final de las esculturas. En ese sentido, alcanzan un punto muy interesante de tensión entre la imagen que producen y la corporalidad en la que se sustentan.
Hueco disponible
Un moño terso
Un lazo elevado,
en su sitio
Oreja hacia el cielo
Tus manos haciendo de altavoz
amplifican,
haciendo mi cuerpo más poroso
¿Cómo puedo acomodarme en el espacio entre tus esculturas? ¿Qué posturas me provocan?
June Crespo