Huso y uso. Nudo y dato. Entre el primer rastro de filamentos de algodón cultivado en el sitio arqueológico de Ancón, Perú, datado en el 4.200 a.C. y la conexión transoceánica del cable Marea, entre Bilbao y el estado de Virginia, tendida en 2018, hay una distancia de varios milenios. Son tiempos y territorios tan alejados que solo un espectro podría habitarlos, pero que, sin embargo, pueden hilvanarse en un relato a través de sus fibras: la orgánica que usaban los pueblos originarios prehispánicos en sus tejidos, y la óptica que transmite información digital a 160 terabits por segundo. Materia y algoritmo se unen en procesos similares de codificación dados por un patrón, en la formación de un tejido como eje vertebrador de sus estructuras. Esta analogía es la base para la historia que propone Andrea Canepa, que comienza rescatando un huso fantasmagórico y rebelde de mitologías ancestrales, para terminar utilizando este artefacto y dotar de un cuerpo-tapiz la información inmaterial de la predicción del valor de venta del algodón.
En los imaginarios de las cosmogonías moche y japonesa, los objetos que toman el control sin permiso, asumiendo su capacidad de agencia, es decir, de actuar en el mundo, eran sinónimo de amenaza para el hombre. “La rebelión de los objetos”, relatada en una de las pinturas de un centro ceremonial de la cultura moche en el norte del Perú, así como en vasos de cerámica ceremoniales, cuenta cómo las herramientas se sublevaron en una noche de los tiempos, dejando su condición de esclavos para esclavizar, sometiendo a los humanos. Este periodo, bajo el mando de una deidad femenina lunar, acabó con una “vuelta al orden” impuesta por en dios masculino, solar y que muestra en el mural su plan en una cuadrícula geométrica. Al otro lado del Pacífico, se llama Tsukumogami a los objetos que al cumplir 100 años son dotados de alma, pasando a formar parte del universo de deidades domésticas del Japón. De espíritu irreverente, no llegan a subvertir el orden pero lo intentan molestando, molestos por haber sido dejados de lado. Molestos porque ya no son herramientas, sino cosas sin utilidad. Cosas inútiles personificadas. Cosas, que como en el poema de Goethe El aprendiz de brujo que inspiró la animación Fantasía de Walt Disney, no sirven a nuestro propósito sino que convierten en pesadilla la asunción de independencia de acción de lo no humano.
Husos sin usos. Cosas sin función, pero que han sido la medida háptica de nuestra relación con el mundo: alargo la mano que con sus dedos apresa la lanzadera que me ayudará a pasar la trama por la urdimbre, y mi capacidad tecnológica aumenta y se perfecciona. Pero no solo eso, siento la suavidad de la fibra de algodón igual que, concentrándome en la sensibilidad de mi piel, puedo acariciar la luz porque siento su calor. La herramienta es una extensión, pero no únicamente productiva, sino parte de la red relacional de la realidad.
El antropólogo Tim Ingold apunta que “arte y tecnología son simplemente palabras”, borrando la división modernista entre cuerpo y objeto, entre natural y producido. En su propuesta, piensa “el hacer” como “el tejer” que nos involucra en una producción consciente—una creación—y comprometida entre todas las entidades que participan en ella, entendidas como superficies no hegemónicas que se entrelazan. Un gran tejido corpóreo y afectivo donde no se distingue entre orgánico e inorgánico. Como una red que da soporte y abriga. Como una gran red.
Atravesar tres grandes cortinas trasparentes. En ellas, nuevos objetos fantasmas, en su abstracción, en su aparecer y desaparecer, en su velar y en su desvelar, invitan a nuestro cuerpo a bailar, a acariciar las formas de lo que fue una leyenda, para volverse tangibles ante nuestros ojos. Para devolver a los husos un uso perceptivo relacional, presentes como materia y e imagen.