La leyenda del Golem, el ser creado a partir de barro por el rabino Loew en el gueto de Praga, ha trascendido sus orígenes en el folclore judío para convertirse en una metáfora del temor que suscitan las propias creaciones, en cuanto éstas pueden escapar a todo control y volverse en contra de quienes las han diseñado. El rabino Loew modela y da vida al Golem para que proteja a su comunidad escribiendo en su frente la palabra “emet” (verdad), que significa también veracidad y rectitud. Cuando la criatura pierde el control y amenaza a seres inocentes, Loew borra la palabra de su frente, o lo destruye, según las múltiples versiones del popular cuento. En otros textos, el Golem se describe simplemente como un sirviente, sin mente ni alma, que se pone a trabajar y se guarda en un rincón cuando ya no es necesario, como un electrodoméstico o los serviciales robots que pueblan las fantasías de ciencia ficción estadounidense de los años 50.
Sin duda, el golem encarna los deseos y los temores que proyectamos sobre los ordenadores y toda la tecnología que se deriva del acelerado desarrollo de las ciencias de la computación en los últimos cincuenta años, en especial la inteligencia artificial (IA), que está actualmente en el foco de la opinión pública. Pero antes de los ordenadores, la criatura de barro representaba ya el espectro de lo Otro, aquello que es extraño e incomprensible, contrapuesto al orden de una sociedad autoritaria que, ya sea como utopía o distopía, está formada por individuos perfectos, carentes de debilidades y emociones. En todo ello subyace la palabra que crea y dicta, ya sean las místicas combinaciones de letras de la cábala, las leyes o el código de programación. El ser creado y la pérdida de control sobre el mismo son los elementos clave de las múltiples historias que se derivan del mito del Golem, pasando por Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary Wollstonecraft Shelley y las numerosas versiones que ya tienen por protagonista a un robot o una máquina inteligente. Pero lo que suele quedar en segundo plano en estos relatos es la materia prima que da forma a la criatura.
En Raw, Moisés Mañas hace una relectura de las versiones más antiguas de la leyenda del Golem para centrarse en esta creación como algo informe, crudo, que adquiere una entidad propia y una función por medio de una palabra que representa la verdad. El artista asocia esta amorfia y el concepto de verdad con los datos que recogen las máquinas de su entorno, por medio de sensores, o de nuestra interacción con ellas, procesando la ingente cantidad de información que proporcionamos con nuestras acciones dentro y fuera de la red (si aún se puede estar “fuera de la red”). Estos datos, que habitualmente ignoramos y consideramos carentes de valor, los regalamos a las empresas que nos ofrecen servicios aparentemente gratuitos y dispositivos sin los cuales no sabemos adónde ir. Son un excedente de nuestra actividad diaria, algo que brota naturalmente de cada interacción con la pantalla y se deposita en algún lugar oculto, donde se va sedimentando.
La primera sala de la exposición acoge una instalación que hace visible este proceso, por medio de cuatro pantallas conectadas a computadoras de placa única y cuatro rieles sobre los que se colocan trozos de escoria obtenidos en la mina romana de Cueva de Hierro (Cuenca). Las computadoras detectan dispositivos cercanos conectados a la red Bluetooth y muestran la información “cruda” que obtienen de los mismos. A la vez, activan los rieles que desplazan los trozos de escoria, reaccionando así a la presencia de los smartphones y otros aparatos que lleven consigo los visitantes.
En la segunda sala, dos vainas de vidrio soplado recogen los datos de su entorno (temperatura, humedad, presión del aire) y detectan la proximidad y el movimiento de las personas. Estos datos se visualizan en una pantalla como enigmáticos gráficos carentes de toda referencia, mientras una señal sonora marca el ritmo de la actividad incesante de esta máquina y una proyección muestra imágenes que completan el discurso de la exposición y resultan clave para descifrar su significado: fotografías de trozos de escoria, terrenos excavados y construcciones generados con un programa de inteligencia artificial se suceden junto a fotogramas de los films de ciencia ficción Invasion of the Body Snatchers (Don Siegel, 1956), The Thing from Another World (Christian Nyby y Howard Hawks, 1951) y Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965).
Todos estos elementos se combinan en una reflexión acerca de los datos como aparente desecho que va dando forma a la imagen del mundo que pacientemente elaboran los programas de inteligencia artificial, encontrando conexiones y similitudes en el espacio latente. Nutriéndose de la información que les proporcionamos, crean dobles digitales de cada persona, como aquellos sustitutos carentes de emociones que emergían de las vainas alienígenas en el film de Don Siegel. El temor que actualmente se oye en las voces de expertos en IA se asemeja ya al de los exploradores del Ártico que, en el film de Nyby y Hawks, extraen a una criatura del hielo y ven con creciente preocupación como esta va a despertar de su letargo. La paranoia que en tiempos de la Guerra Fría se materializaba en unos ficticios seres de otro planeta se ha trasladado ahora a una serie de programas informáticos, nuestras propias creaciones.
En el film de Godard, el ordenador Alpha60 somete a sus ciudadanos a un regimen autoritario, una distopía que sin duda suscitan las tecnologías de la información, y que de hecho se está dando ya, pero con la cara amable de un asistente. Nuevamente, no prestemos tanta atención al Golem y al control que podamos ejercer sobre él si no a aquello de que se compone, los datos que le suministramos. Estamos aportando la materia prima de un nuevo orden algorítmico, ¿somos capaces de reescribir el código que le da forma, o nos hemos convertido ya en escoria?
Pau Waelder
Créditos exposición:
Asistencia técnica y de montaje: Sergio Lecuona
Colaboración en vainas de vidrio: Sara Sorribes
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