El cuerpo es uno de los territorios fundamentales de control social. Los estados nos incitan a la reproducción -de los hijos y del propio modelo familiar-, controlan nuestra fecundidad y sus productos, pero paralelamente nos dejan solas con nuestros niños, clausuradas en el espacio doméstico, e instadas a que la crianza sea un asunto estrictamente íntimo.
Nuestra capacidad de construcción del mundo y de relacionarnos a través de experiencias social y personalmente significativas y profundas, está muy limitada en un sistema cada vez más fragmentado e individualista, de forma que tener descendencia y construir una familia homologada puede actuar como una estructura compensatoria en un contexto socio-político que ofrece pocas posibilidades de generar huellas significativas.
En las imágenes de la madre, codificadas durante siglos, se reúnen las condiciones materiales de producción de la representación y del relato, junto con las condiciones materiales de la reproducción.
Aunque ser madre es una experiencia rica y compleja, muchas veces trufada de tensiones e incluso de desilusiones -generadas precisamente por unas expectativas irreales-, la maternidad mítica diseñada por el sistema patriarcal es naturalizada como un impulso propio de las hembras humanas, y se presenta como una relación sin conflictos ni contradicciones.
Dado el carácter fetichizador y normalizador que se concede a la maternidad en el patriarcado para así perpetuar el orden social, ¿elegimos verdaderamente ser madres? ¿Por qué el cuidado, nuestro trabajo vital fundamental, se presupone como una tarea especialmente adecuada para las mujeres?