El vino es la cuna de la civilización occidental. Desde la Prehistoria hasta la actualidad el vino ha supuesto fuente de alimento, de trabajo, de embriaguez y de vida. A través de la domesticación de las vides y del descubrimiento del proceso por el que el zumo de uva se transforma en un elixir etílico, el vino es capaz de hacernos conectar con lo sagrado en comunión con una naturaleza cotidiana pero impredecible. Se ha transmutado en dios y ha habido dioses que se han transformado en vino. Brota de la tierra, pero requiere esfuerzo. Da la vida, pero también la quita. Durante su elaboración bombea y borbotea como si emanase de arterias abiertas. El vino es la sangre de la tierra y Greta Alfaro explora estas relaciones en esta exposición en la que las uvas se confunden con la figura de Cristo, los viticultores se convierten en los grandes hitos artísticos de nuestra civilización y Dionisos se embriaga con el cuerpo del Salvador.
El vino es capaz de conectar varios mundos y de dar coherencia a la experiencia humana. Metáfora perfecta de la sangre, ofrece la trascendencia a través de un líquido emanado de las uvas que es capaz de sublimar el estado de ánimo y de aportar nutrientes para el cuerpo. Considerado como uno de los principales alimentos a lo largo la mayor parte de la historia, hoy en día se ha perdido su faceta nutricia, pero conserva la idea de sustento a través del trabajo en el campo de labradoras y labradores que conocen los rigores de la viña y lo que supone derramar su propia sangre sobre la tierra. Su subsistencia depende de un frágil equilibrio, de una tensión latente entre los deseos humanos y los designios de la naturaleza, que tan pronto se muestra generosa como destructora. Esta idea, una constante en la obra de Greta Alfaro, nos recuerda que nuestra existencia es precaria y se integra en un medio que, a veces, nos enseña una cara amable y, otras, hostil. Bajo el sol dorado maduran las uvas, pero cuando la sequía impera esos mismos rayos que acarician los frutos pueden provocar devastadores incendios que siembran la muerte de la vid a su paso. Y, en medio de esas fuerzas naturales, bajo su sometimiento, tratando de apaciguarlas y de concitarlas a su favor, se encuentran las mujeres y hombres que cultivan las viñas.
Los procesos de elaboración del vino, que poco habían variado durante los miles de años de historia de la civilización humana, desde hace tres o cuatro generaciones no han parado de transformarse. Como muestra el vídeo “Los labradores”, el vino ya no es una empresa doméstica, propia de una economía de subsistencia, sino un trabajo asalariado y sometido a legislaciones, a la ley de la oferta y la demanda, y a controles sanitarios. Las máquinas y el acero han sustituido a la piel y a la carne, aunque, detrás del rítmico movimiento de los mecanismos robotizados que procesan el zumo de la uva todavía opera su vinculación con la sangre. A pesar de la ruptura con los saberes del pasado, la modernidad no ha podido erradicar la ligazón del vino con la vida a través de uno de sus principales fluidos.
Este fluir de la sangre, síntoma de que el cuerpo aún se mantiene vivo, se plasma en el vídeo “Las labradoras”. Cada golpe de la boxeadora al saco relleno de hollejos deja una marca de vino indeleble que refleja el dolor del cuerpo de las mujeres labradoras, sometidas a los rigores del trabajo físico en el campo y de las labores de parto en la casa. Las huellas en el saco son las huellas en su piel. Ellas son las que, con la sangre de su útero, perpetúan el doloroso milagro de la vida y las que se tintan las manos cogiendo las uvas de las vides y elaborando el vino. Desde tiempos inmemoriales han sido asimiladas con la tierra que trabajan y, como la tierra, se espera que den su fruto a costa de su propia sangre.
La creencia de que la sangre menstrual servía de alimento para el feto y, tras el parto, se transformaba en leche materna, ha sido sostenida hasta hace no tantas décadas. La religión cristiana se apropió de esta idea de uso común para convertir la sangre de Cristo en vino, en leche, en alimento para los hijos de Dios. La sangre de Cristo, “derramada por nosotros para el perdón de nuestros pecados”, se asimilaba durante la Edad Media con la sangre menstrual, que se derrama cada mes para nutrir a las nuevas criaturas que están por venir. El vino ingerido en la eucaristía representa la sangre de Cristo convertida en nutriente para el alma, que volvería a ser parida en el Mas Allá una vez cumplidos los días en la tierra. El cuerpo de Cristo se feminiza, se hace tierra, se hace racimo. Su sangre transmutada en vino mana de su herida en el costado para ser degustada.
Menstruación, transfusión, cultivo, industria y civilización son algunos de los temas que aborda “La sangre de la tierra”. Esta exposición nos llevará desde las raíces de las vides hasta lo sagrado a través del vino y de las mujeres y hombres que dedican su vida a la elaboración de este elixir que conecta nuestros cuerpos con la tierra.
Isabel Mellén