Greta Alfaro
Vie 29 noviembre, 2019 - Vie 7 febrero, 2020
Decimocuarta estación
Greta Alfaro Decimocuarta estación Cuando el pasado verano tuve ocasión de ver Decimocuarta estación -último trabajo en ese momento de Greta Alfaro-, y en la sede madrileña de la Fundación BBVA, recuerdo que lo primero que pensé -mientras me dejaba guiar por el rústico y campestre territorio que su autora me estaba mostrando (o mejor: […]
Greta Alfaro
Decimocuarta estación
Cuando el pasado verano tuve ocasión de ver Decimocuarta estación -último trabajo en ese momento de Greta Alfaro-, y en la sede madrileña de la Fundación BBVA, recuerdo que lo primero que pensé -mientras me dejaba guiar por el rústico y campestre territorio que su autora me estaba mostrando (o mejor: señalizando)- fue en las diferentes naturalezas de esas mismas imágenes. ¿Podrían ser calificadas en su resultado final como las propias de un vídeo de cualidad más narrativa que “figurativa”? ¿Deberían ser leídas, quizá, como las apropiadas para un documental de vocación científica? ¿O pertenecen estas imágenes a una película (cinematográfica) que ha eliminado la clásica secuencia de la Poética de Aristóteles: planteamiento, nudo y desenlace? ¿Pudiera ser que Decimocuarta estación se mantuviera fiel a esa secuencia, pero como afirmaba Godard de algunas de sus películas “no necesariamente en ese orden”? No viene mal recordar, llegados a este punto, que el gran Jean-Luc Godard también expresó en otra ocasión que “toda imagen es lo que está entre las cosas”. No podemos estar más de acuerdo con el autor de Bande à part.
Es posible que la mejor cualidad de la imagen -su potencia expresiva, quiero decir- no radique tanto en la significancia visual y conceptual que por ella misma es capaz de ofrecer, sino en el lenguaje que se forma y estructura cuando esa imagen demuestra su capacidad de hablar de otras imágenes (en un muy interesante y productivo “fuera de campo”). Es en su relación con otras realidades visuales, en la función evocadora de su “estampa” (activada la memoria individual y privada), y al ser confrontada con similares o dispares figuraciones, cuando un nuevo idioma se presenta, desconocido antes de esa secuencia o rara sintaxis de percepciones, como una poderosa herramienta de conocimiento y re-conocimiento. Por eso las desoladas fotografías de estaciones de tren, más o menos abandonadas que podemos contemplar, ejercen de mudos y siniestros testigos de cargo de su anterior naturaleza (eran el “fuera de campo” que no veíamos durante el viaje de Decimocuarta estación). Y ciertamente también se encontraban esas estaciones “entre las cosas”, allí donde el símbolo del infinito (que podemos ver entre las fotografías exhibidas) se relaciona perfectamente con el sofisticado discurso sobre el espacio y el tiempo que, en puridad, nos propone la muestra que ahora estamos contemplando.
Yo definiría Decimocuarta estación como un largo pensamiento en acción de unos cuarenta minutos de progresión en el tiempo. Durante la muy física travesía en tren -de dudoso inicio y de complicado por imposible final-, un loop (bien mirado, una demostración práctica y visual de lo que entendemos por “infinito”) que tiene más de cierta concepción filosófica del tiempo que de bucle visual propio de la naturaleza de la imagen en movimiento, pues el espectador no asiste a un largo travelling, sino que su mirada “es” el travelling que organiza el desolado y fantasmal viaje por una antigua y muerta vía ferroviaria en una geografía que bien podemos calificarla dentro de la “España vacía”, apropiándonos del afortunado título del ensayo de Sergio del Molino. Esa mirada ejerce una doble función, pues se bifurca en quien sufre los avatares del viaje (el espectador se transforma en “personaje”), y quien cómodamente contempla ese accidentado recorrido por una concreta realidad social y económica que fue pero ya no es. Digamos, entonces, que la memoria, al igual que la vieja locomotora que la artista nos invita a conducir, es siempre accidentada, de alguna manera problemática por inservible en un presente que ya únicamente puede certificar la obsolescencia del recuerdo. De ahí, que Decimocuarta estación sea un viaje tan bello como inquietante y obsesivo, filmado además con una mezcla muy interesante de sofisticada técnica, y no seré yo quien desvele el singular sistema operativo utilizado, del cual la artista muy amablemente me informó/confesó.
Decimocuarta estación es una magnífica “película de autor” (el entrecomillado es afirmativo y rotundo), pero también es un western crepuscular que también es un cuento infantil que también es una activación de la anónima memoria de la especie en una geografía que la artista conoce perfectamente. Igualmente podemos definir esta obra, y las fotografías aquí expuestas participan de la misma y noble consideración, como una experiencia estética de la naturaleza, o mejor: el paisaje sentimental narrado desde la acción y el movimiento, desde la consciencia de que todo viaje es tanto físico como mental. De ahí que esta película posea una cualidad conmovedora que se debate entre una consideración moral de lo observado y una redención creativa, artística, de la mirada.
Decimocuarta estación posee una soberbia banda sonora creada por el compositor Ibán Pérez. Es una música que más que acompañar a la imagen “la explica”, o fantasea con ella, o la desvela, o la intuye, descubre o protege. Es “programática” y a su vez rechaza esta calificación, siendo admirable la cualidad “coloquial” que la misma ofrece en tanto que dimensión ilustrativa de los invisibles pasajeros de ese tren que, paradójicamente, de “invisible” no tiene nada. Recuerdo que escuchando estos sonidos -de refinada promiscuidad en metros, tonos, notas y medidas, tal es la riqueza evocadora que provoca- me vino a la memoria “La Diligencia”, la gran película de John Ford, justo en un plano donde el tren parecía que se precipitaba al vacío y la música adquiría cierta maestría semántica propia de las bandas sonoras creadas por ese genial compositor que fue Bernard Herrmann.
Pues bien, y luego de esta pequeña introducción, aceptemos la invitación que la artista nos propone para llegar a la Decimocuarta estación. Y más allá de ella, también. El mejor arte es siempre una forma inteligente y sensual del infinito.
Luis Francisco Pérez
Madrid, Noviembre 2019